Jefe de Estado a la francesa.

Este fin de semana se juega, en parte, el futuro de Europa. En nuestro país vecino, ese al que siempre hemos mirado de reojo, con una mezcla de resquemor, celos y antipatía, se producen unas elecciones históricas. No es nuevo para nadie que de lo que allí ocurra depende en gran medida el devenir de los acontecimientos en esta Unión en crisis.

Las presidenciales francesas, de ser seguidas con cierto rigor por parte de los medios españoles, nos mostrarían algunas facetas que, como mínimo, sorprenderían. En primer lugar, la pasión que siguen poniendo los franceses en la política. Frente a la desafección que muestran el CIS, las barras de los bares y los datos de abstención, en Francia la vida pública continúa preocupando (y ocupando). Para muestra un botón, hoy día en España sería impensable que acudiesen decenas de miles de personas a cada uno de los mítines de los candidatos. Y mucho menos al mitin del candidato de la izquierda alternativa.

Esto me lleva al segundo comentario: la esperanza de Mélenchon. Después de que en Alemania Die Linke (La Izquierda) creciese notablemente tras el abandono por parte de Oskar Lafontaine del partido socialdemócrata, nuevamente observamos el mismo proceso en el epicentro del poder europeo. Como aparecido de la nada, el Front de Gauche (Frente de izquierdas), apunta maneras en unas encuestas que lo sitúan alrededor del 15%, en continuo crecimiento y superando al ultraderechista partido de Le Pen. François Hollande, candidato socialista, podría ser el más votado, pero no llegaría el 30% de los sufragios. A su izquierda, un excompañero de partido, que incluso fue ministro con Jospin, pero que, harto de sufrir el camaleónico discurso del PSF (el PSOE francés), decidió liderar una gran coalición de partidos de izquierda.

Mélenchon articula un discurso nítido y contundente que aboga por un proceso constituyente nacional que de lugar a la Sexta República Francesa, que anteponga la democracia a los mercados y que recupere la política para los ciudadanos. Los franceses votan en las urnas el domingo en una primera vuelta quién será su jefe de Estado. En esas elecciones, los españoles, especialmente los que nos consideramos de izquierdas, estamos aprendiendo muchas cosas. Pero el mero hecho de que ellos puedan elegirlo merece ser señalado.

Ciertamente, la República no debería llegar por la crítica a la monarquía, sino por su carácter positivo, por el proyecto político que supone. Pero también es verdad que tras los sucesos de las últimas semanas, España es menos “juancarlista”. No podemos olvidar que de no ser por la rotura de cadera no nos hubiéramos enterado de que nuestro Jefe de Estado, en un momento de extrema debilidad nacional, estaba cazando elefantes en Botswana y, por si fuera poco, con el dinero de Mohamed Eyad Kayali, el representante de la Casa Saudí en España y mediador en el contrato de construcción del AVE en la Meca. Situación turbia como pocas a la que hay que añadir la aparición del nombre de Juan Carlos I en el caso Noos. La tormenta perfecta.

No vale una mera disculpa, y menos enlatada y ofrecida en pool a las cadenas públicas. Quizá España deba comenzar a cuestionarse si no sería mejor poder acudir a las urnas, como los franceses, a decidir quién es nuestro Jefe de Estado.

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